jueves, 22 de marzo de 2012

Diez cosas obligatorias para el caraqueño, que nunca he podido realizar




La “caraqueñidad” es una de mis más preciadas posesiones: si por algo siento apego es por esta pobre gran ciudad, maltratada y querida en igual medida por sus habitantes. He vivido aquí toda mi existencia, y no tengo planes diferentes para el futuro. A pesar de ello existen ciertas actividades, íntimamente ligadas al hecho de ser caraqueño, que nunca he tenido oportunidad de (o interés en) hacer. Para algunas todavía hay tiempo, otras en cambio desaparecieron para siempre. Aquí va mi top ten de la nostalgia por lo que nunca fue:


  • Comer perrocalientes donde Filippo.

Debe ser el perrocalentero más famoso de toda Venezuela; sin embargo nunca sacié el hambre con alguna de sus creaciones. Me dicen que los suyos son (o eran) clásicos, casi que austeros: apenas el pan, la salchichita, el repollo, la cebolla y las salsas. El de antes, pues, sin todo el aditivo barroco que se consigue uno en casa de otros perreros. Claro, también tengo unas cuantas décadas de haber dejado el sabroso pero peligroso hábito de ingestar asquerositos: la edad nos hace precavidos o más bien miedosos. El caso es que Filippo es toda una institución, creo que hasta patrimonio de Chacao lo nombraron. No se si siga con su negocio, allí a la sombra fálica del obelisco de Altamira, o si lo cedió a algún familiar o paisano. Lo cierto es que no haber comido nunca un perro allí es un demérito para mi condición de caraqueño.


  • Conocer por dentro el Aula Magna.

 Jamás en mi vida puse pie en ella. Mi cuerpo nunca se posó en las butacas que plenan el recinto. La excepcional acústica de la sala, ayudada por las nubes de Calder, todavía no ha sido apreciada por estos oídos que cargo en la cabeza. Y de que hubo posibilidades las hubo (y las hay). Pero por alguna razón siempre se me ha hecho esquiva. Uno de los íconos de la modernidad me ha sido vedado durante toda mi existencia. Algún día, digo yo, podré disfrutar de un concierto o de otro evento en esa maravillosa obra, principal representante de la arquitectura más imaginativa que engalanó nuestra ciudad, de manos del maestro Villanueva.



  • Montarme en el autobús de San Ruperto.

No se de donde le proviene la fama, sin embargo esa línea es nombrada con orgullo por todo caraqueño que haya hecho vida ciudadana entre los años 60 y 90. Los autobuses de San Ruperto eran sinónimo de viaje que atravesaba la ciudad, de horas invertidas a bordo de enormes y antiguos autobuses donde los asientos ostentaban resortes salidos de la tapicería (siniestros y silenciosos terroristas que atentaban contra el vestuario), e imaginativos graffittis en sus respaldares. Por supuesto que abordé muchos autobuses en mis años de peatón adolescente, pero nunca tuve la oportunidad de hacerlo en los legendarios "San Ruperto".

  • Comprar licor en “El médico asesino”.

Es muy frecuente que en las conversaciones orbitantes alrededor de los hábitos etílicos de la juventud salga  a relucir el nombre de "el médico asesino". Quien más, quien menos, todos tienen alguna anécdota sobre ese tema, ya sea de su propia cosecha, ya sea heredada de terceros. Según la información que poseo, el sugerente y premonitorio nombre corresponde a una especie de taguara, situada por los lados de Catia, famosa por producir guarapitas de diversos sabores,  a precios más que asequibles para los estudiantes que eran parte importante de su clientela. Creo que cerró sus puertas hace varios años, quizás décadas. Para alimentar el recuerdo y de paso maltratar al cuerpo se consigue en las licorerías una guarapita embotellada llamada "Doctor Killer", en honor al médico asesino (de hígados).

  • Amanecer en “El tropezón”, después de una rumba.

Es costumbre del caraqueño ir a una arepera a cerrar una noche de farra, para comerse una tostada, un reparador hervido de gallina o un "nervioso" (como le dicen al mondongo). Por supuesto que yo no escapé de dicha actividad; sin embargo nunca lo hice en ese sitio emblemático de la madrugada caraqueña de los años 70. Era habitual escuchar "nos vemos en el Tropezón" a la salida de las fiestas, o el comentario alusivo al sitio los días siguientes. Vaya a saber porqué nunca me tocó a mi ir allí...


  • Conocer la Casa “Anáuco Arriba”.

Uno de las pocas muestras coloniales que le quedan a la ciudad, es menos famosa que su hermana mayor, la  Quinta Anauco. Queda en la misma zona de San Bernardino, pero más pegada del Ávila, subiendo hacia Cotiza. La única vez que decidimos ir a conocerla era un día feriado y, siguiendo la lógica perversa de la burocracia, estaba - por supuesto- cerrada (eso de no abrir los sitios de interés turístico los días de asueto es algo totalmente absurdo, pero que le vamos a hacer, vendemos petróleo, no turismo). Por lo que pudimos ver desde el vehículo, está bien mantenida. Queda pendiente para una visita, trataré de hacerla un martes laboral a las 9:30 de la mañana (¿estará bien?).


  • Hacer mercado en Quinta Crespo.

Los mercados populares son una mezcla de caos con exotismo. Si se sabe buscar bien, o en su defecto se cuenta con un baquiano, la experiencia de compra puede ser muy gratificante. Quinta Crespo es el mercado por antonomasia. Según he escuchado y leído, allí se puede encontrar de todo. Literalmente (recuerdo una crónica de Ben Amí Fihman en donde reseñaba la adquisición de nada menos que un pavo real en dicho mercado, que fuera sacrificado a posteriori en aras de una receta). Claro que en estos tiempos es como que muy complicada la logística para destinar un medio día, o más, para efectuar las compras semanales, por lo que recurrimos al sempiterno supermercado, o hipermercado, de acuerdo al prefijo de moda en el momento. Pero siempre me quedará el gusanillo, la curiosidad, de frecuentar cual parroquiano habitual el mercado de Quinta Crespo.


  • Ir al Cementerio a comprar ropa.

El equivalente a Quinta Crespo, en cuestiones de vestimenta, es El Cementerio. Toda una tradición caraqueña constituye la visita a dicha zona en vísperas de Navidad o de cualquier otra fecha significativa, en búsqueda de la percha que se lucirá en la ocasión. Sé de gente que viene del interior expresamente a comprar allí, pero luego dicen que compraron la ropa en El Sambil, ya que según ellos la mercancía es la misma y cuesta apenas una fracción (las malas lenguas dicen que los comerciantes de los centros comerciales se surten allí).


  • Bailar en “El maní es así”.

El baile, lo confieso, no entra dentro de mis habilidades. Tengo dos pies izquierdos (bueno, en mi caso derechos, por ser zurdo). Sin embargo, con la pareja adecuada (entiéndase mi mujer, la única capaz de descifrar mis intentos de pases) logro cumplir sin mucha pena el cometido. "El maní es así", situado a una cuadra escasa de Sabana Grande, en la calle El Cristo de Las Delicias, fue durante mucho tiempo el templo de la salsa y demás ritmos caribeños, nombrado por todos, visitado por cualquier extranjero de algún renombre, y creo que está por relanzarse. Tal vez logre un día entrar al templo y hacer pasar la menor pena posible a mi compañera, al son de Fania y con unos cuantos rones circulando por mi cuerpo.



  • Escuchar una retreta en la Plaza Bolívar.

Tal vez suene pavoso y anticuado, y no se si todavía existe esa costumbre. Sin embargo me encantaría ir un día a la Plaza Bolivar, tocado con un sombrero de pajilla, a darle de comer a las ardillas, pasear por el perímetro, tomarme una fotografía al lado de la estatua ecuestre, y a disfrutar de la música antañona, para posteriormente tomarme una cerveza en la Doncella. ¿Ah, ya cerró?



Nota: es una ociosidad señalar que, por razones obvias, las fotos no fueron tomadas por mí, sino copiadas de la Web. Salvo la que encabeza el artículo.

martes, 20 de marzo de 2012

El silencio

Esta es una carta que envié al concurso "Cartas de amor", de Montblanc, y no fue preseleccionada. La escribí recordando un momento de mi vida en el cual la sombra de la pérdida estuvo rondando por mi casa, y plasmé lo que hubiera sentido si se hubiera presentado un desenlace adverso, cosa que gracias a Dios no ocurrió.

Hola, mi pequeña belicosa. Descuida, no te escribo para pelear; esa etapa pasó, ya me estoy resignando.Te escribo por ser hoy una fecha especial: tal vez no lleves la cuenta, es más, estoy seguro de que es así. Pero hoy se cumplen diez meses.

Ya diez meses me separan de tu despedida, aunque siento que son cien años. Diez meses en los cuales nos hubieran podido pasar muchas cosas – cosas hermosas, cosas tristes, cosas triviales – pero en los cuales, gracias a tu habitual terquedad, no ocurrió nada. Nada, en absoluto. Nada, aparte de los minúsculos y baladíes eventos cotidianos, que cobraban otro significado cuando los compartía contigo, y ahora no son más que la eterna repetición de una pesadilla aburrida. Mi vida se está convirtiendo en una especie de espera de lo inevitable. El reloj y el calendario son mis mudos acompañantes en este viaje hacia la nada.

Quise escribirte una carta que expresara todos los sentimientos, la indignación, en resumen: el dolor que me produjo tu inesperada partida. Cuando empecé a borronear la resma de hojas que tenía preparada para la ocasión, una sola idea recurrente giraba en mi mente. Nunca había escrito poesía, y no se si las líneas siguientes puedan calificarse como tal; sin embargo te puedo garantizar que lo que viene a continuación refleja de manera bastante fiel mi estado de ánimo actual. Espero sepas perdonar mi ramplonería, tu, tan aficionada al Cancionero del amor y el dolor.

Cuando arribo a una casa vacía,

Cuando a nadie mi ausencia hiere,

Cuando mi vida es poblada por sombras…

Cuando el silencio aturde.



Cuando los días son todos iguales,

Cuando nada logra excitarme,

Cuando el lecho me aguarda vacío…

Cuando el silencio aturde.



Cuando estoy solo en la muchedumbre,

Cuando mi cena es fría e insabora,

Cuando incluso los libros me hastían…

Cuando el silencio aturde.



Cuando ya no consigo motivos,

Cuando en nada hallo consuelo,

Cuando la muerte se me antoja salida…

Cuando el silencio aturde.


Sí: lo que más me duele, me mortifica, me apena y me derrumba es eso: el silencio. El silencio se ha instaurado, terrible guardián, en mi vida. Añoro tu risa cristalina; añoro tu voz desafinada, cantando letras inventadas; añoro, inclusive, tus gritos de indignación cuando dejaba algo tirado. Desde hace diez meses el silencio me acompaña, implacable.

Por encima de todo, existe un sitio en donde el silencio es absolutamente notorio, y del cual me he convertido en asiduo visitante, cada sábado y cada domingo, desde hace diez meses: el lugar en donde voy a dejar esta carta, junto con las flores y las furtivas lágrimas que me daré el lujo de soltar copiosamente, sobre esa lápida que tiene grabado tu nombre en una placa de bronce.

martes, 13 de marzo de 2012

Mi primer año como bloguero



El 14 de marzo este blog cumple un año. Un año de aciertos y desaciertos, de gratas sorpresas y una que otra decepción, de aprendizajes, de consolidación de un estilo, de relación con otros blogueros. Cuando lo comencé no estaba muy  claro sobre la orientación que le iba a dar, ni de cual era la dinámica en este tipo de sitios; tenía algún material disperso, sobre todo cuentos, y pensé darle un hogar más estable y visible que una carpeta olvidada en algún disco duro. Le puse un nombre acorde a mis principales aficiones, y procuré colgar artículos que tuvieran que ver con ellas, de manera equitativa. Me impuse como meta publicar algo de manera interdiaria, ya que había leído sobre la importancia de mantener "vivo" el blog. E hice lo que se acostumbra, utilizar las redes sociales para promocionarlo. Con el transcurso del tiempo esa pretensión original se hizo difícil de sostener por razones de tiempo; el ritmo de publicaciones bajó su frecuencia, y por lo general cuelgo una o a lo sumo dos entradas a la semana.

Un año después, puedo documentar con ciertos números el resultado obtenido:
  • 110 artículos publicados
  • Alrededor de 8.000 visitas (aproximadamente 20 diarias)
  • 33 afiliaciones
  • 160 comentarios 
  • Visitantes de los 5 continentes
  • Dos narraciones en desarrollo.
En la inmensidad del mundo virtual estos números son ínfimos, casi imperceptibles. Pero para mí significan mucho. Significan la existencia de algunos lectores fieles quienes están pendientes de mis artículos, y que disfrutan ya sea con las fotografías, las recetas de cocina, las minicrónicas urbanas, las reseñas de eventos musicales, o las ficciones que suelo publicar cada sábado. A todos ellos, a todos ustedes, les agradezco sus visitas, sus lecturas y sus comentarios, que son lo que más aprecio pues me dan chance de mejorar y corregir. Sobre todo aprecio las críticas, ya que resultan mucho más útiles que los elogios. Espero poder continuar con este proyecto personal, cuya finalidad es la de proporcionar distracción e información a sus lectores, así como dar a conocer mis modestos escritos a los cibernautas que de cuando en cuando recalan en esta bahía virtual.Por lo pronto, los invito a seguir frecuentando este blog, trataré de no defraudarlos.

lunes, 12 de marzo de 2012

Medianoche en el árbol (de la vida)




Los domingos, en la casa, tenemos noches de cine. Es el momento de reunirnos los cuatro al calor del sucedáneo de hogar que viene siendo el televisor, y transcurrir las últimas horas del asueto dominical viendo alguna película adquirida en La guairita o en algún otro tenderete de "quemaítos". Por lo general tratamos de ver algo ligero, que ayude a conciliar el sueño, para afrontar la semana con buen pie. O alguna película que valga la pena ver, dentro de las menguadas ofertas del mercado actual. Para este domingo escogimos "Midnight in Paris": buenas críticas, Woody Allen de por medio... en fin, un tiro al piso.

Colocamos la película, nos acomodamos en nuestros respectivos asientos... y quedamos atónitos: no veíamos a Owen Wilson por ningún lado, sino un muy sureño Brad Pitt. En el quiosquito nos vendieron gato por liebre: en lugar de Midnight in Paris, algún sádico colocó dentro de la carátula The tree of life. Digo sádico no como demérito hacia la película usurpadora, sino por la decepción y el desencanto que nos embargó, pues realmente deseábamos ver la cinta de Allen.

Pero hablemos de la película. La secuencia inicial me encantó: la angustia y la desesperación de la familia se demuestra de manera brillante a través de las imágenes, sin necesidad de diálogo. Mi problema con el film comenzó con el segmento sobre el origen del universo y la creación de las especies. No sabía si estábamos viendo "2001 odisea en el espacio", "Fantasía" o "Live at Pompeii" de Pink Floyd. Demasiado largo, demasiado visto.Demasiados dinosaurios, inclusive. En mi modesta opinión de aficionado, la película está inflada por imágenes que no le aportan nada en particular, como por ejemplo el perro tomando agua de un charco en el piso. Pero también tiene escenas memorables, como la inicial que ya comenté, la de Brad Pitt debajo del carro aguantado por un endeble gato que con cualquier empujón se podría caer, o  interpretando la "Toccata y fuga" de Bach en un bellísimo órgano de tubos, con teclas de envejecida madera y de sonido sobrecogedor, entre otras. Y algunas perturbadoras: por un momento temí que el hijo mayor se iba a revelar travesti, cuando estaba hurgando en los cajones de la ropa interior de la madre; o que electrocutara al hermano con la lámpara. Un aspecto que no me gustó fue la visión demasiado religiosa del director, pero eso es culpa de mi agnosticismo. Creo que las dos horas largas de la película han podido comprimirse facilmente en una hora y media, tiempo más que suficiente para mostrar el drama de la familia y su espiritual y celestial resolución.

En conclusión, aunque no la recomendaría, ya que no es para todo el mundo, no me arrepiento de haberla visto. Tiene varios méritos: la fotografía con planos poco convencionales, la buena selección musical, las actuaciones, sobre todo las de Pitt y el joven que hacía de Jack niño (la de Sean Penn me pareció regularsosa, a punto de gemir todo el tiempo). A pesar de la decepción inicial al ver que en lugar de París la pantalla exhibía un suburbio de algún pueblito sureño de los EEUU.

jueves, 8 de marzo de 2012

Pizzas fáciles




¿Quien no ha tenido un antojo de pizza, tal vez un domingo de esos que no provoca sino estar empiyamado todo el día, y no se tienen ganas de hacer nada complicado? A mi me pasa  mucho. Pero también me gusta comer bien, y detesto las pizzas de delivery. Bueno, encontré en Plan Suarez (valga la cuña) un pan que es perfecto para hacer pizza. Se llama pan árabe, y tiene una forma aproximadamente cuadrangular. Es bastante chato, y su sabor es levemente dulce, lo que le viene bien para ciertos tipos de pizza. Les propongo una de cebolla caramelizada y quesos. La preparación es como sigue:

-Poner a caramelizar un par de cebollas cortadas en ruedas (se ponen en aceite de oliva no tan caliente, y se dejan hasta que tomen un color dorado a marrón, sin agregar sal: el azúcar que sueltan las carameliza naturalmente. No se deben freir, sino cocinar lentamente).

-Rallar quesos de su preferencia (con queso tipo roquefort, o gorgonzola, queda estupenda). Yo usé queso amarillo, emmenthal y mozzarella, también quedó muy buena de sabor.

-Esparcir la cebolla sobre la superficie del pan árabe, sin desperdiciar el aceite, y a continuación la combinación de quesos, tratando de que quede repartido todo equitativamente.

-Poner al horno, que habrá sido precalentado, hasta que el queso se funda (unos 10-12 minutos)..

El resultado debe ser algo como ésto:



La pizza de la foto que encabeza la nota es una margarita tradicional: salsa de tomate, mozzarella y orégano. Con el aditivo de la hierba sagrada. Albahaca, por si acaso.