sábado, 29 de septiembre de 2012

La fotografía


La infancia es una de las etapas más breves de la vida, superada apenas por la adolescencia, pero es también la que más recuerdos nos permite atesorar, tal vez porque son los primeros en aparecer y de alguna manera quedan mejor grabados que los demás. La mía transcurrió en Bello Monte, cuando era una urbanización de lo que se consideraba el Este de la ciudad; un lugar muy tranquilo, con escasa circulación de vehículos, de muchas casas y pocos edificios, los cuales para ese momento eran relativamente nuevos. Nosotros vivíamos en uno de ellos, en un quinto piso. De la ventana del cuarto de mis padres se podía apreciar una hermosa vista, hacia las colinas del sur, y en primer plano teníamos la casona de lo que era la hacienda Casanova, antes de transmutarse en urbanización. Era una hermosa casa, situada en el tope de una pequeña elevación. Recuerdo algunos detalles: un gran portón de entrada, el cual estaba la mayoría de las veces abierto, de considerable altura, como para consentir la entrada de carruajes tirados por caballos; un letrero con el nombre "Bel-mount", clavado del piso; un césped correctamente mantenido. 




Un día mi padre recibió de su natal Italia un paquete; lo desenvolvió con mucho cuidado, y apareció ante nosotros una cámara fotográfica, alemana por supuesto. Una de las primeras tomas que fotografió esa cámara fue el paisaje desde la ventana del cuarto, con la casa como motivo principal. Esa fotografía fue protagonista de un hecho cuanto menos curioso. Dada mi afición por la iconografía de la ciudad, a mediados de la década pasada empecé a participar en un foro virtual denominado Viejas Fotos Actuales, en donde las personas colgaban imágenes de la Caracas de antaño para que la comunidad las comentara, y en ocasiones adivinara la ubicación real de la foto; una especie de trivia. Al principio fui bastante pasivo, y me contentaba con mirar y leer; pero al cabo de un tiempo, recordé la imagen mencionada anteriormente y me animé a subirla al sitio. No puse mayores detalles, para que fuera objeto de análisis por parte de los foristas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando una persona, el arquitecto Ricardo Rodríguez Boades, colocó el siguiente comentario: "esa foto fue tomada del quinto piso del Edificio Humboldt, en Bello Monte". Fue algo espeluznante, ya que lo que indicaba era totalmente cierto: como es lógico, procedí a preguntarle la razón de su afirmación. Resulta que su madre había sido íntima amiga de nuestros vecinos de piso, y Ricardo, quien es unos cuantos años mayor que yo, frecuentaba a menudo el edificio. 

Este episodio funcionó como un catalizador de recuerdos: puse a ejercitar la memoria, y gran parte de mi niñez, que tenía años sin repasar, comenzó a desfilar en mi mente; las cosas buenas y los momentos ingratos, por igual. A partir de ese momento comencé a hurgar en los archivos (léase cualquier caja de zapatos, cualquier bolso, cualquier maleta vieja) en la búsqueda de documentación de mi infancia. No he encontrado mucho más material, para mi consternación; apenas una que otra foto, que me permite reconstruir una historia fragmentada, como colcha de retazos. Me toca conformarme con los recuerdos que me van quedando, y escribirlos así, a pedazos, para que pueda volver a recordarlos cuando los haya olvidado por completo. 

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Pentimento



Un edificio se asoma al bulevar, encajonado entre una feria de comida rápida y otro inmueble que, como él, conoció mejores tiempos. Tendrá unos 4 o 5 pisos; en su lado derecho posee unos balconcitos que hablan de la ficción del desahogo, espacios en los cuales rara vez se ve a alguna persona oteando el horizonte. En uno de ellos subsiste a duras penas una mata, seguramente una sábila, planta que aguanta largas épocas sin necesidad de cuidados particulares: el agua que de vez en cuando le cae del cielo es suficiente para prolongar su vida. Del lado izquierdo, en cambio, la edificación cuenta con unas pequeñas ventanas, que cumplen con la misión de secar la ropa. En los días de lavado se puede hurgar en la intimidad de sus habitantes, a través de la colorida exhibición de ropa interior y demás prendas de vestir. En la planta baja del edificio, al lado de la minúscula puerta que permite el acceso a los pisos superiores, hay un espacio destinado al comercio; actualmente una panadería lo ocupa, y en ella satisfacen su apetito centenares de personas que transitan a diario por esa zona, situada en el extremo este del bulevar. Un negocio modesto, sin mayores pretensiones más allá de servir de escusa para una pausa en el trajinar diario. Pero no siempre fue así; un detalle al desgaire señala que ese lugar tuvo un pasado glamoroso, un indicio que habla de elegancia y poderío económico. En pintura se le dice "pentimento" a una imperfección, un detalle que deja el pintor, semioculto, en alguna de sus obras. Algo así como un guiño hacia los espectadores más acuciosos. Nuestro edificio tiene un pentimento: si se mira con cuidado, encima del ajado mármol que cubre la fachada del  inmueble, se puede observar la huella de unas letras que estuvieron allí durante mucho tiempo, hace décadas. Eran letras de bronce, de tipografía sobria y elegante. Esas letras, o más bien la sombra que dejaron como constancia de su presencia por estos lares, componen las palabras "Rolls Royce".

domingo, 2 de septiembre de 2012

Un sábado cualquiera: Por el medio de la calle y Sibeliusfest




¿Quién ha dicho que en Caracas nunca hay nada que hacer? En estos últimos tiempos la ciudad se ha vuelto pródiga en eventos de calle, llamados a que la gente tome los espacios públicos, ofertas diversas de manifestaciones artísticas - musicales, teatrales, artes visuales o todas las anteriores - marcadas, eso sí, por el signo más característico de las autoridades, el "operativo".



Ayer primero de septiembre las propuestas abundaron: Chacao ofrecía su despelote anual organizado, Por el medio de la calle; en el estacionamiento de El Nacional montaban las tarimas del Nuevas Bandas, y en el Centro Cultural Chacao Philipp Scheer tomó el teatro para su evento de promoción de talentos emergentes en el instrumento rey del Rock, la guitarra eléctrica. Temprano en la mañana habíamos comprado las entradas para el concierto que culminaría esa jornada guitarrera, y a las 5:00, ya con el carro estacionado en el Lido, decidimos acercarnos al casco de Chacao para participar aunque fuera de soslayo de la fiesta urbana que se estaba escenificando en las variadas estaciones que componían la convocatoria callejera.


Como el Lido queda bastante lejos de La Castellana, adonde queríamos comenzar nuestro paseo, optamos por utilizar el transporte superficial. Abordamos una camionetica, conducida por cierto por una dama, y en unos 10 minutos nos bajamos en plena Francisco de Miranda para dirigirnos hacia la plaza Isabel La Católica, en donde una gran tarima hacía prever que la música iba a ser la atracción fundamental en esa estación en particular. La plaza estaba tomada por cientos de adolescentes, que charlaban, reían, y algunos bailaban al compás de la changa tuki que sonaba por los parlantes; en la orilla de la plaza unos simpáticos promotores obsequiaban Doritos a los asistentes. No nos quedamos mucho tiempo pues el mismo apremiaba, y tomamos hacia la calle Urdaneta, la que culmina en el Mercado Municipal de Chacao. Allí vimos algunas instalaciones, en particular la del balcón emblemático del cual colgaban varios artefactos, y en donde seguramente iba a producirse un performance más adelante; en una esquina unos muchachos terminaban de montar un gran móvil. Subimos hacia la avenida principal, y allí observamos tres propuestas: dos de artes gráficas, para llamarlas de alguna manera, y una musical, denominada "La liga del rock", en donde varias bandas iban a alternarse. Volvimos a llegar a la plaza La Castellana, y ya estaban tocando Los Telecaster. Continuamos nuestro paseo, y en la esquina frente a Fridays observamos una instalación denominada "Río iluminado", un montaje de innumerales bolsas plasticas transparentes llenas de agua con jugueticos flotando en su interior, simulando peces. A decir de la persona encargada, el mejor momento para contemplar esa obra era en la noche, pero ya no nos daría tiempo de verla. Seguimos hacia la plaza Francia, y allí vimos varios toldos en donde algunas bandas estaban afinando sus instrumentos. Lo que me llamó la atención fue que, por lo menos a esa hora,  a diferencia de los otros dos eventos por el medio de la calle a los cuales había asistido previamente  el tráfico de vehículos no estaba restringido; no se si más tarde si lo harían.


Ya la hora apremiaba por lo que recorrimos el camino inverso; abordamos otra camionetica, y en el trayecto disfrutamos de la amena compañía de un Hare Krisna vendiendo inciensos. Ya el tráfico arreciaba en la avenida, el corneteo era la banda sonora y las luces de stop de los vehículos teñían de rojo el panorama urbano. Una vez frente al Lido nos apeamos de la unidad, y bajamos hacia el Teatro. Mientras esperábamos por el comienzo del espectáculo estuvimos charlando con unos amigos, y nos distrajimos viendo las personas que iban llegando; la mayoría era el prototipo rockero, franelas alusivas a bandas, cabellos largos, tatuajes, piercings, pero también había bastantes adultos contemporáneos (frasecita que describe a la gente que anda entre los 45 y los 55, aunque cada vez ese intervalo como que se agranda), muchos de ellos acompañados por sus hijos. Por fin, alrededor de las 7:30, abrieron las puertas de la sala, en la cual por cierto nunca había estado. Es un generoso espacio, que mezcla acabados industriales con un color naranja intenso.

Como a los quince minutos, una voz grabada nos dio la bienvenida al local, se apagaron las luces y por fin tras la apertura del telón aparecieron los integrantes de Mojo Pojo, con su energía habitual. Para mí esa banda siempre ha sido un enigma: me cuesta clasificarla dentro de algunos de los estilos musicales que manejo, pues si algo tienen es originalidad. Solo puedo decir que su música es compleja y elaborada, y que todos son unos excelentes ejecutantes de sus respectivos instrumentos. Nos obsequiaron la interpretación de su segundo álbum, y nos ofrecieron enviárnoslos a nuestras direcciones de correo previa solicitud, un gesto que habla de su desprendimiento. La única nota negativa que aprecié fue la falta de claridad en el sonido en lo referente a las voces, no se apreciaban con facilidad (aunque para mi gusto lo mejor de Mojo Pojo son los pasajes instrumentales, por lo que esa falla no me molestó gran cosa). Quiero destacar la actitud fresca y totalmente opuesta al divismo de los músicos; fueron a hacer su trabajo, a dar lo mejor de sí, sin poses innecesarias. Para mí fue un gran espectáculo, y espero por el disco para procesar de manera más adecuada su música.

Después de un breve intermedio, apareció en escena el plato fuerte de la noche: la banda Sibelius, encabezada por el autor intelectual del proyecto, el gran Philipp Scheer. Se hizo acompañar por unos solventes  músicos, y alternó temas de su autoría con covers de las grandes bandas de metal y de hard rock de los 80-90, con la habitual calidad a la que nos tiene acostumbrados Phillip. Dentro de los temas propios nos deleitó con una pieza que permite a los guitarristas explayarse en sus cualidades, Neoclassical cowboy. En particular disfruté enormemente de la ejecución de The spirit carries on, de Dream Theater, en la cual Scheer se desprendió de la guitarra eléctrica y ejecutó sobre una acústica (la cual desafortunadamente no pude escuchar a plenitud pues era opacada por los demás instrumentos, claro que eso puede deberse a mi sordera incipiente). Me sorprendió ver la cantidad de personas que corearon la canción, parecía estar entre iniciados. Otro momento resaltante - vista la reacción del público - fue la ejecución de Sweet child of mine. No podía dejar de cerrar el concierto con el tema que se ha vuelto su marca personal, Venezuela infinita.

Una vez satisfecha el hambre espiritual, nos dispusimos a complacer la física. Hicimos una parada en Los Pilones - buena comida, atención mediocre: un vaso de agua que solicitamos nunca llegó, el mesonero casi nos quitó los platos antes de haber terminado de comer - y al salir de allí nos aguardaba una última sorpresa: coincidimos con el cierre de Por el medio de la calle, y pudimos disfrutar del lanzamiento de los fuegos artificiales a pocos metros de donde nos hallábamos.