sábado, 10 de marzo de 2018

El ají picante



La primera vez que tuve conciencia del escote femenino fue, además, la primera vez que probé un ají picante. Esa curiosa confluencia ocurrió, de paso, en mi aula de sexto grado. Creo poder recrear la escena: era un salón en el segundo piso, alargado. Tal vez unos 30 o 40 muchachos lo ocupaban, con los pupitres formando largas hileras, unas tres o cuatro. Yo, no recuerdo ahora la razón, no estaba en una de esas hileras: mi pupitre estaba apoyado contra una de las paredes laterales, debajo de una ventana y junto al escritorio de la maestra. No estaba solo. Me acompañaba la niña más precoz del salón, la que ya se había desarrollado. Una niña dulce, reilona, que me buscaba conversación, a mí, que trataba de pasar por un alumno aplicado, y tenía a unos metros a la maestra. Pero mi timidez galopante me impedía interrumpirla y pedirle silencio. Traté de hacerlo, pero algo me distrajo: el triángulo que tenía como vértices a) el tercer botón de la camisa de mi compañera, b) el ojal correspondiente al primer botón, y c) el primer botón, triángulo que albergaba dos montículos de carne retenidos por un leve brassiere que el escote me permitió detallar con generosidad. Entonces tuve un gran dilema: ¿hacerme el loco con esa visión inédita, o seguir mirando? Creo que estaba vuelto un manojo de nervios. Entonces, la muchacha se volteó hacia la ventana que teníamos detrás, y tomó una fruta que colgaba de la reja. Era una baya, de color anaranjado, y se veía muy apetitosa. "Vamos a probarla", me dijo. Y, tras partirla en dos pedazos, me metió uno en la boca. No sé cuál lugar común utilizar para describir lo que sentí en el paladar y la lengua al activarse la capsaicina. Tal vez "Vi al diablo". Lo cierto es que nunca había probado un picante tan fuerte. Ella me vió, y enseguida arrancó a reir. Nunca llegó a comerse su mitad de ají.